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Cuento Infantil: Una noche en mi salón de clases

UNA NOCHE EN Mi SALÓN DE CLASES 

Todo comenzó una noche de esas, que solo suceden una sola vez cada mil épocas, cuando las cosas despiertan incomprensiblemente. El mes de mayo, había madurado lo suficiente ese año, como para que aconteciera lo que les voy a relatar ahora.  

Mi abuelo contaba a la familia, que el mes de mayo era mágico, que todo despertaba y florecía por orden del cielo ese mes. Nos decía también, que pusiéramos mucho cuidado en observar en cada rincón, o por debajo de las camas, porque para días de mayo, solían escaparse de los libros de cuentos, los malvados personajes que vivían en ellos, para crearle travesuras a los niños, y que sobre todo, emergían de esos libros gnomos y duendes;  y hasta nos estremecía con ideas de brujas verdes, que llevaban grandes narizotas de verrugas rojas,  y locas risotadas, tenía gran imaginación mi abuelo, o acaso ¿decía la verdad?

Nos dijo que a veces las cosas cuando nadie las viera también cobraban vida ese mes. Pero no logró convencerme.

Bueno, aquella  noche  que les relato, había caído una delicada llovizna sobre mi colegio, y miles de pequeñísimas gotas de agua, se habían adherido a las ventanas de mi salón de clases. Parecía un verdadero festival de estrellas de  colores tornasolados, porque había luna llena, y uno de sus rayos de trigo maduro, se asomó tímido entre las nubes, para atisbar en mi salón, y al asomarse, tocó sin intención las gotitas de azúcar de lluvia reposadas en los vidrios de las ventanas, y allí todo se inició.

Aquellas perlas cristalinas de cielo, habían producido un efecto pasmoso, cuando la luz de luna las atravesó,  porque todo lo que estaba dentro de mi salón de clases, comenzó a despertar repentinamente, cuando se sintió iluminado por esa  luz mágica que había sido creada.

  El escritorio dijo entonces con voz de sargento:

-   ¡A ver, silencio, qué pasa!

    Eso porque los pupitres se habían levantado de sus sitios, zapateando por todos lados jugando a bailar.

         - ja, ja, ja;  je, je, je;  ji,ji, ji; jo,jo,jo  y  ju,ju,ju,- cantaban todos al son en que bailoteaba la regla sobre una silla junto al escritorio, enseñando las vocales a pura risa y canción.

La tiza por su lado, saludo al borrador de la pizarra, y haciéndole éste una elegante reverencia con una mano extendida  y la otra cerca de pecho, la invito a unirse a la fiesta.
-¿Bailamos mi blanca señorita? Dijo él, sonreído.

Y ella, devolviéndole la sonrisa, se dispuso a complacerlo muy femenina y cordial. Entonces bailaron la noche entera sobre el verde pizarrón, como si se tratara de una gran pista de baile. Hasta un estante que estaba en un rincón se dispuso dar saltos de bailarín, mientras que la papelera repartía sus caramelos de papel arrugado entre los invitados.

Todo se había convertido en feria y canción, hasta que sin darse cuenta, les sorprendió otro rayito, pero esta vez, se trataba de un bostezo de sol mañanero, que se coló tenue por la ventana, donde la noche anterior reposaron miles de gotitas de agua de lluvia, acariciadas por un duende retozón, que se le escapó a la luna llena, y atiborró todo mi salón de clases, de canciones de globos de colores,  y de sueños dulces, y ese rayo de sol, los volvió a sumergir en el sueño donde las cosas duermen, para despertar de nuevo, quién sabe cuándo.

¿Que cómo lo sé? No lo sé, solo sé simplemente, que lo sé. Quizás me lo contó al oído mi pupitre, el día que me quedé dormida sobre él.




                                  dos de mayo de 2011


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