La emulsión

Antes de partir y luego de alcanzar el viejo sombrero de paja, lo detuvo por unos momentos en su pecho, con la cabeza hacia el suelo. Cualquiera hubiese pensado que mascullaba las oraciones matutinas,
pero no era así, se esforzaba inútilmente por rastrear en su memoria, qué era lo que al parecer se le podría quedar en casa, antes de irse a trabajar. Hizo una lista mental: la pala, el
rastrillo, la garrafa del agua, los cigarrillos... Se palpó ligeramente los bolsillos, a fin de
cerciorarse de que lo qué no sabía que buscaba estuviese allí, sólo topó sus dedos con una caja de
fósforos.
Llamó a su hijo de apenas
ocho años y le preguntó:
Hijo, ¿ya está
lista la borrica?
Si pa, musitó
el niño bostezando con el puño de canto en su boca.
Siento como si algo nos fuera a
faltar hoy. insistió el hombre
para sí.
¿Metió las arepitas en la mochila? le interrogó de nuevo.
Si señor, ma’ metió
tres pa’ uste’ y dos pa’ mí. expresó seguro el muchacho.
Finalmente, tocó a su mujer por el
hombro para despedirse, a la par que le preguntaba por la niña de sus sueños;
su pequeña hijita de cinco años, la cual había estado padeciendo desde hacía
varias semanas, de un fuerte catarro, por lo que el médico del pueblo, le había recomendado que le
diera un segundo frasco de emulsión de bacalao por una semana más.
Anoche
casi no tosió, pero todavía tiene mucha flema en el pecho. Indicó la mujer.
Mire,
no se le olvide darle las cucharadas y no deje que se remoje, por amor a
Dios. Requirió el campesino.
Bueno vamos, se dirigía esta vez al niño, que
nos coge el sol y hay mucho que hacer hoy . Determinó al salir.
La burra los esperaba junto con el
perro amarrada en uno de los horcones de la enramada, preparada ya con todos los corotos listos
para la tarea diaria, ese día, debían cortar el ultimo tramo de maleza que les
quedaba, y rociar luego el líquido para eliminar plagas y malezas, antes de disponerse a esparcir las semillas sobre la tierra.
Salieron los cuatro juntos,
el campesino, y al lado suyo su hijo, la burra detrás tirada por la cuerda del
hombre, y el perro más atrás, que por momentos se detenía a oler y a marcar de
orines cada lugar que se le ocurría oler.
Los crepúsculos matutinos, briznaban un suave aroma a monte adormilado, y a tierra húmeda, a flores
sin abrir. Todo era exactamente igual a cada día, a excepción de aquel
presentimiento pegado y rígido, que se hallaba en el corazón del hombre, desde el instante mismo que abandonó su su lecho.
En efecto, el hombre experimentaba, la sensación que se advierte casi siempre, cuando algo se olvida a uno antes de salir a la calle, y no se sabe qué cosa es. Pero en el caso del agricultor, se
trataba de un producto para matar bichos que se comen las raíces de la siembras, y que
había comprado al detal, en la
expendeduría del poblado, pero se dio cuenta de ello luego haber terminado
de cortar toda la maleza.
¡Ah, ya!. Claro, eso era dijo en voz alta. Ese el
presentimiento aquel. se dijo, el frasco de veneno. Tocándose de rebote la frente con la palma de la mano.
Mientras tanto en su vivienda, la niña se había levantado de dormir y desayunaba alegre. La madre le dijo que luego de comer, se debería tomar la cucharada del jarabe que su padre, con había ordenado que se la diera. La niña hizo una mueca de asco, y sintió en el bocado, el recuerdo de pescado rancio, que al final de cada cucharada le quedaba en el paladar todos los días.
No me las
quiero tomar más. Expresó con los ojos llorosos, a la
vez que apartaba el plato de comida. Sabía que eso era inevitable, ya que no era
la primera vez que recurriría a cualquier gesto, para impedir el desagradable
remedio que a diario le obligaban a tomar.
El hombre por su parte,
envió al muchacho de vuelta a buscar el insecticida, para ya culminar la tarea del día, pero cuando no acababa muy bien éste de marcharse el niño. Un golpe en el corazón del hombre, como un dolor ciego parecía ahogarle, era de nuevo aquel bendito presentimiento, pero ahora había aparecido con mas
fuerzas, y entonces,todo tembloroso, logró comprender en un tris del tiempo, cuál era la verdadera razón de aquel
presagio maligno.
El frasco del jarabe de la niña, lo había vaciado la noche anterior, al ver que quedaba solo un poco de emulsión, la cual echó en una vasija, para aprovechar el envase. Pensó en decirle luego a su mujer, que ya se había terminado el remedio, y que había puesto lo que quedaba en una taza, cerca del fogón para que se lo diera a la niña por la mañana, pero lo olvidó.
En el envase de emulsión, el campesino había echado parte del veneno comprado, para llevarlo a su trabajo, y lo dejó exactamente, en el mismo lugar de donde su esposa, lo estaba tomando, en ese matemático segundo de la mañana, en que él logró descifrar aquel presagio, para darle
la cucharada a la niña de sus sueños, sin embargo lo volvió a colocar en su sitio, decidiendo esperar a que la niña reposara un poco el desayuno.
Gritó ¡Noooooooo! Y horrorizado se llevó las dos manos a los
costados de su cabeza, pensando lo que su esposa pensaría, y que ciertamente lo estaba pensando, al tomar el frasco. Que su cónyuge ya había comprado un nuevo tarro del medicamento. No obstante, había buscado por los alrededores de la pieza, y
preguntándose en qué lugar de la casa habría puesto su marido el otro frasco acabado.
La niña estaba
dogmáticamente llena de una belleza perfecta. Gozaba en su piel de una textura
llena de una aporcelanada y cándida exquisitez. Sus
ojitos, en el marco de los rizos negros de su pelo, pronunciaban cabalmente en
toda su redondez, aquella ternura que la edad de su alma era capaz de expresar, y su trato siempre cariñoso, se hacía acompañar por una voz dulce. Era la verdadera niña de
los sueños del campesino.
El humilde hombre pensó
que que el líquido medicinal era blanco y denso, al igual que el mismo veneno, que yacía dentro del frasco de emulsión, dejado por él en la cocina, todo eso lo pensó en un santiamén.
.
Emprendió la carrera hacia su casa, pero todo le parecía lento y pegajoso, a excepción de la desgracia que se apresuraban delante de él, por lo que en los doce minutos en los cuales podría llegar a la vivienda,
innumerables pensamientos de todo tipo, recorrieron mil veces su mente de
manera repetitiva, una y otra vez. Sus piernas parecían
estar viviendo un sueño de esos, donde uno desea correr para huir al ser
perseguido, y apenas se logra moverlas sin ni siquiera avanzar.
El
niño no estaba apurado, y se entretuvo jugando con el perro por el camino que daba al río. La madre sostenía el frasco
de veneno en ese relámpago de tiempo. La niña por su lado, se llevaba la mano a la
boca, y el hombre del destino incierto caía de bruces hiriéndose una rodilla con un pedazo de alambre.
Se levantó como pudo, y tras recorrer lo que le faltaba de camino, logró divisar a lo lejos la casucha de palo y palma. Gritaba el nombre de
su mujer, pero el terror y el cansancio ahogaron un poco su voz. Ella, interpretó el
sonido lejano como un aviso religioso, de que su marido iba a llegar más temprano ese
día. Tomó de nuevo el frasco, y se apresuró para abrir la tapa, tratando de evitar los regaños del carácter difícil de su esposo.
El campesino cayó de dolor por segunda vez. Lloraba de rabia. Sujetándose la pierna y con la cara apretada vuelta al cielo, se levantó de nuevo cojeando, no podía sino caminar, le faltaba aún algo para llegar. Al acercarse finalmente se abalanzó sobre la lata de zinc que servía de puerta al rancho y grito.
El campesino cayó de dolor por segunda vez. Lloraba de rabia. Sujetándose la pierna y con la cara apretada vuelta al cielo, se levantó de nuevo cojeando, no podía sino caminar, le faltaba aún algo para llegar. Al acercarse finalmente se abalanzó sobre la lata de zinc que servía de puerta al rancho y grito.
Cuando el padre entró a la pieza, ya era tarde, la niña se revolcaba entre contracciones, sobre los brazos de su confundida madre, envenenada, y humedecida de espumarajos revueltos con pedazos de desayuno. Sin vacilar como nunca lo había hecho, la niña hacía rato que había tragado la cucharada, a sabiendas que no podría como todos los días evitarla.
09 de
mayo del 2001
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