Cuento: La peor de las lecciones
La peor de las Lecciones
Ramiro hombre vulgar y de facciones
ordinarias, luego de derribar a su adversario a patada y puño limpio disparó
con desprecio, un ovalo blanquecino de saliva maciza, el cual flotó
violentamente en el aire para caer luego aplastado sobre el labio superior de
su casi inconsciente enemigo.
El escupitajo era un cuajo
pegajoso y consistente, el cual reflejaba de manera copiosa el veneno de reptil con el cual
su autor se había contaminado de pura furia.
Se secó rigurosamente las comisuras de la boca con el dorso de la mano
izquierda, sin quitar su mirada bestial de su adversario, y antes de marcharse,
expresó con término de sentenciador, "Para que aprendas a respetar a los hombres, desgraciado."
Desde muchacho, Ramiro Palmar se
había acostumbrado a la vida dura de la calle, retaba a pleito a cualquiera que
se le atravesara, o que estuviese dispuesto a medir golpes con él, sin
importarle tamaño o condición, se trataba del verdadero hombre recio; y así
ambicionaba que fuesen sus dos varones hijos. Su progenitor había hecho lo
propio con él y sus hermanos, y también lo hizo con sus hijos el padre de su
padre, por tanto Ramiro no constituía la excepción de la regla, por lo que ya
eran tres las generaciones de valentones impulsivos y machistas que con todo
orgullo, acostumbraron a hacer alarde de sus proezas de guapetones, relatando incontables
veces que uno sólo de ellos, se había puesto a pleito hasta con tres elementos
al mismo tiempo, y aún con todo eso había salido victorioso de la pelea. A la verdad tenían suficiente
cuerpo y talla para lograr tales hazañas, porque la estatura del más bajo de
ellos era de un metro setenta y nueve
centímetros de alto, y su peso de ciento nueve kilos; pertenecían a una casta
de hombres compactos de cuerpo y crudos de carácter.
Alejandro, el mayor de los
dos hijos de Ramiro, establecía todo lo contrario de sus ascendientes paternos,
por asuntos excepcionales del destino, él solo contaba con las facciones dulces
de su madre, de carácter sumiso y de espíritu sensible, siempre buscaba la
solución a sus desavenencias personales por la vía de la diplomacia.
Su padre
había observado varias veces tal situación y le exasperaba el solo hecho
de pensar que su hijo le fuera a salir
torcido; aunque lo amaba, siempre vivía hostigándolo de modo de conseguir de él
la hombría de la cual supuestamente carecía su hijo.
Su hermano en cambió de quince años de
edad, lo sobrepasaba en tamaño y cuerpo, y siguiendo pelo a pelo, los pasos de su
padre, constituía el típico cachorro de machista, y el punto obligado de comparación que Ramiro utilizaba para ejemplificarle a Alejandro, de como debería ser conducta. Te aconsejo que no te dejes montar a nadie, aprende de tu hermano_ le decía. _Mi
padre me enseñó a defenderme a como fuera, haz tu lo mismo, si no puedes con
las manos, entonces agarra una piedra, o un palo y defiéndete, no seas pendejo _ Le gritaba. _Mira que yo no quiero maricas en mi familia_.
Le advertía señalándole con la mirada.
El muchacho se sentía humillado e
inquieto y solo optaba por inclinar la cabeza esperando que su progenitor
concluyera con su acostumbrada reprimenda. Al padre en cambio en el fondo le dolía un poco, tratarlo de tal modo, pero pensaba que esa era la mejor manera de hacerlo un
hombre íntegro. Indudablemente Alejandro era
todo un varón en el sentido absoluto de
la palabra, solo que a él lo gobernaba la razón y no la insensatez, ni tampoco las fuerzas
físicas, que predominaban en sus antecesores paternos, y en su propio hermano.
En una oportunidad, estando el muchacho más pequeño, Ramiro notó que
cierto niño acosaba a Alejandro eventualmente, debido tal vez al percatarse de su carácter pasivo, y de su aspecto débil. entonces quiso
obligarle a pelear con el chico, y
le advritió de que sí perdía la pelea, él lo terminaría de rematar en la casa;
pero su hijo no quiso siquiera considerarlo, y su padre lo llevó pues, tirado
por el pelo hasta la casa para luego amarrarlo desnudo completamente a un
árbol del patio posterior de la casa. En fin, sus días fueron de verdaderos tormentos y
humillaciones psicológicas, para tratar de ser moldeado, a la manera recia de sus
predecesores.
Transcurrió el tiempo y cuando Alejandro
ya contaba con diecisiete años de edad, se tropezó un mal día, cara a cara con
un desconocido que sostenía que su padre lo había pateado y derribado a golpes cobardemente a traición,
escupiéndole de manera vil en la cara y dejándolo medio muerto, que hacía ya como un año de eso, y que no pensaba
perder la oportunidad tantas veces buscada de desagraviarse exactamente con uno
de sus hijos.
El muchacho bastante extrañado por la
situación, optó como siempre, por evitar el violento percance con las mejores
maneras pacificas, pero le fue inútil, el hombre estaba dispuesto a vengarse a
cualquier precio. Le empujó con las dos manos por el pecho varias veces derribándole al suelo, le pateó repetidamente
por las piernas y costillas, y lo retaba con
insistencia a que se levantara a pelear.
El joven se sintió acorralado y
sin saber que hacer, comenzó automáticamente a recordar todo lo que su padre le
había tratado de enseñar casi a diario, y fue así que decidió en tal caso
enfrentarse por vez primera a golpes con otro hombre, aunque mucho más fornido
y mayor que él, pensando para sí que ya bastaba de ser un tonto, y que de
seguro su padre siempre tuvo la razón. Se levantó decidido, e inmediatamente
cruzó varios puñetazos desatinados y con desorden, con su agresor, pero el hombre le llevaba la ventaja de
la experiencia, y lo derribó nuevamente, al volverse a levantar, Alejandro se
ensañó locamente en contra de su agresor y se abalanzó sobre éste abrazándolo
en un forcejeo breve.
El extraño se separó de él a corta
distancia para sacar hábilmente de su cinto posterior, una punzante cuchilla de
acero radiante, y con furor apasionado de ardiente sadismo, la hundió por seis veces dentro de
la carne del desdichado joven, con toda su hoja de veintidós centímetros de
largo, por los lados de su estómago, de abajo hacia arriba, la cual penetraba
obedientemente hasta el inicio de su propio cabo, destajando con bestialidad todo lo que
encontraba a su paso, manos, tripas, hígado, corazón, riñones... La sangre
chapoteó por todos lados, y Alejandro cayó doblado de padecimiento y dolor con
sus manos apretadas en su bajo vientre; su respiración ronca, se confundía con
el sonido burbujeante de la sangre que salía a gorgoteos por su boca y fosas
nasales.
Mientras tanto a su padre le habían
avisado, que su hijo mayor sostenía una pelea a dos calles de su casa, y salió
rápidamente a paso apresurado, con un poco de susto en el corazón, pero con un
hilo de satisfacción al mismo tiempo, porque le parecía que su Alejandro al fin y al
cabo, se había decidido ser todo un hombre. A la mitad del camino divisó la escena
cuando el individuo profería algunas palabras inaudibles para él, -debido a la
distancia- sobre su hijo tirado en el suelo, para luego embarcarse rápidamente
en un vehículo, y de él, jamás se supo nada.
Cuando Ramiro llegó al sitio, se
derrumbó sobre el cuerpo encharcado de su pobre hijo y lloró a gritos, lo
abrazaba con una ternura triste que jamás se había permitido experimentar en
toda su vida, lo removía por los hombros y le decía de manera suplicante con
voz sollozada, que por favor se levantara, _ hijito de mi alma_
que abriera los ojos, pero el muchacho solo le respondía con las últimas
convulsiones de la muerte.
Los curiosos pudieron observar que
entre la sangre de su cara se encontraba un esputo de saliva cuajada,
precisamente en una de las mejillas del moribundo, y que al ser su cuerpo
sacudido por el desespero de su padre, rodó hasta su boca como un nefasto
recordatorio para su progenitor, de lo que era en ese momento, el producto de
una de sus tantas hazañas de hombre fuerte y de las perniciosas lecciones de
macho que siempre inculcó a su hijo ahora muerto.
18 de Junio del 2001
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