Esta es la historia de un
profesor de escuela secundaria, quien recién se había graduado en una universidad muy prestigiosa,
se mostraba feliz debido a que pronto comenzaría a ejercer su tan amada profesión.
Comenzó a prestar sus servicios como educador en una escuela no muy cercana del
lugar donde residía. Decidió por tanto, ser uno de los mejores maestros de la
institución, sino el mejor, se dijo asimismo en una ocasión para sus adentros.
El profesor González, como
así se apellidaba, procuraba conducirse correctamente en todo sus quehaceres de
maestro, sobrellevándose muy estricto relativo
a las labores y deberes de sus alumnos, pero sin caer en injusticia alguna. Era además impecable en todo lo que emprendía en
su vida personal, en su forma de vestir, y en lo que respectaba a su nuevo
trabajo de profesor, no era menos el esfuerzo.
La única falla, aunque involuntaria
del profesor González, era que a pesar
de amar la puntualidad, llegaba todas las veces retrazado a sus clases, aunque no
por mucho tiempo, pero si bien así
fuera, no se lo permitía su ética y moral bien cimentadas en una buena
educación desde el hogar, y eso lo hacía sentir mal.
–Debo llegar más temprano–, se decía cada día con irritación y
coraje.
En efecto, González padecía
dificultades para conseguir transporte en horas tempranas en la ciudad, debido al gran atol de gente que se aglomeraba
en el mismo momento, en el mismo sitio y en situación similar. Motines, murmullos,
empujones para tomar cien personas un mismo carro, ruido y humo, gritos de
autos apresurándose por filtrarse a los otros. Pasos
necesitados de más brocal de calle, un reclamo de vez en cuando, un tras pies,
una mueca de mala mirada. Millaradas de perfumes
recién puestos en los cuerpos aún tibios por la madrugada. Son las 8:00 a.m.
Todo se envolvió de nuevo en la liturgia diaria del caos que padecen las grandes
urbes. Y eso estimulaba más el intestino grueso del profesor.
Nunca
tuvo necesidad de cotejar al reloj para saber lo tarde que se le había hecho,
había aprendido a leer las horas en ese cuadro oleoso de la ciudad.
Según González, él debería entrar a trabajar “a las ocho de la madrugada”
pero le era muy espinoso tomar algún trasporte cualquiera que este fuera, y
para colmo tenía que dejar primero a su pequeña hija en la guardería, antes de
dirigirse al trabajo, pues su esposa iniciaba aún más temprano que él, sus
labores de hospital, era todavía de un obscurecido nocturnal cuando ella salía
de la casa, y él, entonces, se encontraba impedido de salir mas temprano,
debido al horario de la niña.
-Vértale, si pudiera comprar un
carrito-. Se decía.
Hizo planes de ahorro con su
esposa, se inventaron mil fórmulas, pero como lo pusieran, la plata no rendía
sino solo para lo necesario.
–Debo ser cada día mejor, no me
puedo permitir esto – Se hacía votos siempre para ello. –
Pasó el tiempo, de esa misma manera, y cada vez aumentaba más el
estrés del hombre por su situación de impuntualidad.
– Qué hago –. Se preguntaba siempre en sus
pensamientos con ostensible desazón, –Tengo que inventarme algo, no puedo permitirme esa tacha en mi hoja de
trabajo. Además, con qué moral amonesto yo
a mis alumnos cuando llegan tarde– Terminaba diciéndose.
Si
en embargo a todo esto, El profesor había recibido algunos elogios por parte del
director de la escuela, en el poco
tiempo que llevaba trabajando, eso se debió a su
destacada forma de impartir sus clases, y por conservar siempre una
ética y una moral, casi envidiables.
Hasta llegaron a honrarle, en el año siguiente de su llegada, con el título de
profesor del año por su brillante labor.
Pero día
a día le seguía molestando el gusanito del
desasosiego, que le causaba el hecho de ser impuntual, sin proponérselo por
supuesto.
Todos sus compañeros comprendían la causa de
su problema, hasta el mismo director de la escuela le permitía llegar tarde,
aunque no muy a gusto. González vivía por tanto, en una sola obsesión
de ser mejor cada día, llevándolo tal escenario, hasta conseguir perder el
sueño muchas noches, al sentirse culpable de no ser verdaderamente perfecto en
su carrera.
Un día, mientras revisaba a solas algunos exámenes de sus alumnos del último
año. Se le acercó discretamente una de ellos, y le expuso con algo de recelo:
-Profe…-
Él levantó su cara hacia la muchacha que se encontraba de pie ante su
escritorio y la indagó: -Si ¿dime?,
La muchacha vaciló varios intentos, antes de soltar lo que tenía en la
garganta reseca de desconfianza.
– Profe… este… ayúdeme, porfa. Usted sabe que casi no me dan los lapsos para
aprobar la materia, y si no apruebo esta,
me puedo quedar a repetir el año, es la única que me falta. –. Le
expresó la alumna con ojos arrugados de
pura súplica, a la par que juntaba sus manos frente a sus labios.
– Y si no paso el año, me mata
mi papá, se lo aseguro–, continuó la muchacha. – Además
me ofreció cambiarme el carro por uno nuevo, ya lo fuimos a ver. –
Era una alumna de familia
acomodada, pero acostumbrada al mal estudio y a la vida fácil que le brindaba
la posición adinerada de sus padres, y los malos hábitos con que ellos la criaron.
– Lo siento bebé, pero no puedo
hacer nada por ti– Se pronunció categórico González.
– Profe…, yo le oí una vez
comentándole al profesor de Química, que usted ahorraba para comprarse un
carro. Mire, si yo le digo a mi papá que
le fíe mi carrito, cuando me compre el nuevo,
yo se que él se lo da pa´ que lo pague poco a poco, cuando yo le diga que usted es profesor de aquí. Pero
ayúdeme por favor– rescindió en pedirle.
El hombre sintió un vuelco
en el pecho que le interesó el vientre y
el alma juntos, era una mezcolanza de susto y alegría; entonces se quedó atado
a mil pensamientos en ese minuto siguiente. Se visualizó al volante, por las
calles frescas sin sol todavía, llevando a su esposa y su niña a sus sitios
destinarios, y con todo el tiempo del
mundo que le sobraría solo para él, para ser el primero en llegar a la escuela.
Para ser el mejor.
El pensamiento junto con los
deseos se le dividieron en dos, unos apostaban a obtener de manera rápida y
fácil aquel carro tan deseado por meses, y mientras que los otros le reclamaban
en la conciencia el deber de mantener impecables su moral y ética profesional.
La estudiante mientras tanto
esperaba en el silencio, de los mil minutos
que al profesor le parecieron que habían transcurrido, en tan solo once segundos.
Sudaban ambos desde el alma.
– Entonces Profe..., dígame que
sí porfa…, – lo jaló de su sueño,
esto no lo sabrá más nadie se lo juro.
-Le prometió la niña.
El profesor despertó en su
escritorio en un santiamén, y con voz estrangulada expulsó casi inevitable un:
– Está bien, niña, mira que esto nunca lo he hecho, pero tengo gran
necesidad por un carro, de verdad que la tengo.
Habla con tu papá entonces. Pero
esto que no lo llegue a saber ni Dios mismo. – Terminó diciendo con
expresión exagerada para denotar la importancia del secreto.
La adolescente espontánea, hincó
un beso en la mejilla del maestro, y corrió como una niña alegre por el despojo
obtenido; mientras que el honorable hombre de la enseñanza, se sentía culpable
y estremecido aún con los bellos alborotados. Rebuscó en sus adentros, y se
expresó absoluto para poder convencerse, de que todo estaba bien.
– Total esto lo hago por
necesidad y por esta sola vez, y además nadie lo tiene que saber, Dios sabe que
es por necesidad, es por necesidad.– Se repetía una y otra vez en su instinto para
convencerse.
Una mañana cercana a aquel día, se apareció
muy temprano antes de irse a su trabajo, el padre de la muchacha en el colegió
de ésta. Era un hombre alto y de aspecto
decidido. Se dirigió a una dama que lampaceaba el pasillo principal
– Buenos
días – expreso sin amabilidad el hombre.
– ¿Me
podría decir dónde está el salón de matemáticas del
profesor González? – Inquirió.
– Buenos días– exclamo la mujer – Ahí, en la segunda puerta de este mismo pasillo– Le demostró ella.
Luego
de agradecerle, el padre de la muchacha, se dirigió al salón correcto, y al
asomarse por la ventanilla de la puerta, divisó reclinado sobre un escritorio,
a uno que impartía clases. El profesor sintió
la mirada, y volteó extrañado, se acercó
por tanto a la puerta para atenderlo desde la parte de afuera.
– Si buenos días, en qué le puedo ayudar, –
indagó el maestro.
– Profesor
mucho gusto, soy el padre de Angélica Rodríguez, no le quiero quitar mucho
tiempo, pero vengo a agradecerle lo de mi hija, gracias por aprobarle la
materia, y de paso para tomarle sus datos personales, para hacer el papeleo del
carro, esto no lo sabrá nadie más
profesor, mil gracias profesor, de verdad, mil gracias– destacó diciendo el señor Rodríguez.
Su
interlocutor, se exhibió no entender nada de aquello, pero siguiendo el contubernio para llegar hasta el final
deseado.
– Ah bueno, dígame, ¿qué hacemos?, no se
preocupe, estamos para servirle– Prosiguió el amable profesor insuficiente,
tocándole una palmada por detrás del
hombro.
– Bueno, mi hija me dijo que usted
le aprobaba la materia, y yo a cambio le vendía el carrito a crédito que ella
usa, es mas le voy a dar un buen precio, y en cómodas cuotas. Usted no sabe
cuánto se lo agradezco profesor, esto no lo sabrá nadie más. – le expresó buscándole a la vez la mano para
estrechársela.
El
profesor que hablaba con el padre de Angélica palideció de incredulidad y furor.
El
señor Rodríguez no sabía que con quien hablaba era nada menos que con el director de la escuela, que como todos los
días, en los veinte minutos que el profesor González, se tardaba en llegar, él,
atendía a sus alumnos para hacerle el “quite” mientras llegaba, para ver que
todo estuviese en orden.
Como era de esperarse, el profesor González, arriesgo mucho, y luego de aquel incidente, lo perdió todo, su moral, su ética,
su honor, su gloria de buen maestro, su puesto de trabajo y su anhelado carro,
con el cual, pensaba llegar temprano a su amado trabajo de profesor de escuela.
José Cardozo Sierra
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