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Cuento: El preparador de cadáveres

El Preparador de cadáveres

De niño, le gustaba atrapar iguanas y lagartijas, para crucificarlas con pequeños clavos o alfileres sobre una mesa improvisada.

Luego los abría vivos, desde el cuello hasta el final extremo de sus intestinos, repasaba la filosa hojilla de afeitar varias veces sobre la barriga de sus victimas, entonces se apreciaba en el aire, el rebanar de la rugosa piel sonar como cartón seco, al corte inmisericorde del muchacho.

Se deleitaba al ver gotear la oscura sangre del animal, y se extasiaba de manera morbosa al observar como cada órgano se hallaba oportuno en su propio lugar. Hay quienes hubiesen pensado al verlo, que su futura profesión estaría centrada en la medicina de cirugía.

Era uno de los menores hijos de cuatro hermanos varones, pero nunca se conocieron entre sí, debido a la desgracia de quedar huérfanos de madre y padre el mismo día, estando pequeños aún No. poseía minúsculas referencias del pasado, en el cual fueron separados para ser dados en adopción entre familias distintas.

A lo sumo consiguió culminar el cuarto año de bachillerato, abandonando los estudios en sus deseos por el dinero trabajado. Aprendió la enfermería auxiliar a través de cursos breves, hizo pasantías en la morgue de la ciudad, y posteriormente terminó colocado como empleado de segunda, en la sala para preparación de cadáveres en una prestigiosa funeraria local, donde se cultivó en todas las destrezas relacionadas a este oficio.

Cuando su maestro y jefe murió, el mismo tuvo el honor de prepararle el cadáver para sus exequias. Mientras lo hacía, conversaba con el muerto y le agradecía sarcásticamente por haber fallecido, y dejarle aunque sin intención, el cargo principal de preparar los cadáveres en la funeraria, al saberse seguro que por su completa experiencia, le darían automáticamente la jefatura de la Sala de Preparación de cadáveres, lo que se hizo una realidad.

Durante sus treinta y dos años de estar trabajando en su venerado empleo, infinidades de cuerpos desfilaron por sus manos, de diversos sexos, razas y edades, y a pesar de no necesitar abrirlos a todos, a fin de alistarlos para su funeral, de todas maneras lo hacía, alegando que así perseverarían más, antes de su entierro por su excelente preparación, pero ciertamente lo hacía con la intención de disfrutar a plenitud, lo que para él constituía una satisfactoria carrera.

Había adquirido por devota costumbre al comenzar el arreglo de los difuntos, descobijarlos enrollando las sábanas desde los pies hasta el cuello, de modo de no verles la cara mientras trabajaba sobre ellos, por que se decía así mismo que sentía la sensación, de que el muerto lo estuviese observando entre tanto lo componía, y le chocaba que alguien le vieran trabajar. Solamente al final, cuando tenía que revisarle los detalles de la cara, era entonces que los descubría por completo. Cuando disecaba, disfrutaba  la sensación suave que produce la hoja filosa, al seccionar cada trazo de la piel de su cliente indirecto, y que por nada del mundo iba a permitir que nadie le interrumpiera tal delicia, ni con la mirada tan siquiera.

Sentía placer al escuchar resonar los huesos del pecho cuando los picaba con la segueta de artífice. Notaba luego, dibujando una leve sonrisa de satisfacción, como sus tajos finos y delicados, dignos de un experto cirujano, dejaban abierta de manera magistral toda la cavidad corpórea del cadáver. Buscaba el tufo en el aire, el cual inundaba la habitación. Era nauseabundo, pero a él le hacía experimentar, un no sé qué de sensaciones extrañas, que le extasiaba el alma, y luego se quedaba por un momento quieto, con los parpados a medio andar.

Sacaba las piezas de la cavidad corpórea, y las colocaba sobre una mesa en religioso orden, le fascinaba sentir entre sus manos sin guantes, la resbalosa sensación de pescado fresco que ofrecen las tripas húmedas al tacto.

En fin, amaba cada día más su trabajo, y cada vez que lo hacía, le frecuentaban involuntarias imágenes de sus días de muchacho, cuando los pequeños reptiles para cocerlos luego, y dejarlos ir alborotadas por el dolor hacia una muerte segura.

Todo parecía hasta ese momento normal, hasta que comenzaba una especie de jugueteo burlesco con los muertos y con sus órganos. Numerosas veces hasta llegó a practicar la necrofilia con algunos cadáveres que le provocaron. Facturaba un récord muy personal, de las medidas de los órganos genitales y de los senos y nalgas de las damas; y también de los miembros viriles de cada varón adulto, con sus nombres y edades registradas, para luego repasarlas después del almuerzo y confirmar así, quién hasta los momentos llevaba la mejor clasificación por tamaños y medidas.

Una noche como de costumbre, despachó temprano a su ayudante, para que no le viera en su faena. Cerró la puerta con doble seguro, y se dispuso a trabajar sobre el único muerto que le había llegado. El cuerpo le pareció familiar, y pensó que posiblemente se debía al parecido común con algún otro cadáver que habían pasado por sus manos en trabajos anteriores. Por lo que omitió el asunto.

Se trataba de un hombre corpulento de unos cincuenta y dos años de edad, de piel blanca salpicada con pecas hasta los brazos, con medida de uno ochenta centímetros de estatura. Lo habían llevado con una herida punzo penetrante en el abdomen, lo que produjo su muerte. Y así estaba aún como fue llevado, arropado con una sábana hasta la cabeza, enviado desde la morgue central, y como siempre, desarropó el cadáver, enrollando la sábana hasta el cuello, para comenzar su labor.

Luego de terminar su ritual acostumbrado, se dispuso a revisar la cara del fallecido para ver si necesitaba afeitado, o para culminar cualquier pormenor que le faltara. Levantó con descuidado gesto el resto de la sábana e inmediatamente, al ver el rostro del fallecido, retrocedió con un salto de susto, su corazón lo sintió grueso latiendo en su garganta y sus manos temblorosas se posaron abiertas sobre su cabeza palidecida.

Se encontraba frente a su propia cara. Detalle a detalle pudo observarse fielmente retratado en aquel hombre muerto, como si fuera una fotografía de él mismo dormido. Hasta la misma barba y bigotes canosos,y los lunares faciales, estaban justo en su santo lugar, pero en la cara de su doble. Pensó que estaba siendo victima de un castigo de la naturaleza, derivada de su irreverencia acostumbrada hacía la vida y la muerte. Se tapó los oídos y gritó muy fuerte.

Por la mañana, fue encontrado por su ayudante. Estaba muerto, echado en la sopa putrefacta de sus viseras, las cuales se había sacado para intentar compararlas con las del cadáver, para ver qué tan parecido eran los dos también por dentro. Se había vuelto loco en un instante, de tanto creer, que se había vuelto loco, al sentirse victima del insólito juego de la vida.

Sin saberlo, se hallaba frente al cadáver de su propio hermano gemelo, del cual ni siquiera sabía de su existencia, y al igual que él, había sido dado en adopción a una familia distinta.


                                                              13 de Mayo del 2001











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